LA ORGANIZACIÓN JUDICIAL

LA ORGANIZACIÓN JUDICIAL

LA ORGANIZACIÓN JUDICIAL          

En estos momentos,  en que tanto se habla de reformas procesales, me parece oportuno recordar las palabras de Clemente A. Díaz, vertidas en su  libro, tantas veces consultado por los profesionales, “La demanda civil”, escrito con el seudónimo de Carlo Carli.

El recordado procesalista afirmaba, hace ya casi cincuenta años, que la ley 17454 (el actual Código Procesal Civil y Comercial de la Nación) no logró mejorar la administración de justicia porque no tuvo en cuenta la  organización judicial; pretender que sólo el cambio de la legislación cambiará las cosas, es  algo  así como querer suprimir por decreto una enfermedad.

Decía Díaz que la administración de justicia es mala por el mantenimiento de estructuras  actualmente perimidas y el consecuente acatamiento de prácticas judiciales desbordadas por la realidad. La reforma procesal no debe consistir en poner vino nuevo en  odres viejos sino en preparar las nuevas vasijas que contengan los nuevos vinos; la organización piramidal de los  despachos judiciales debe transformarse en cilíndrica: un juez y pocos empleados “inmediatízados” por la desaparición de intermediarios entre las funciones decisorias y las puramente materiales.

En las Bases para la reforma procesal civil y comercial, elaboradas en el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, se propicia la creación de la Oficina Judicial que sirva de  soporte y apoyo a la actividad judicial de un conjunto de jueces. Esta oficina se encargará de toda la tarea administrativa. Ello constituye un avance para separar la función jurisdiccional de la tarea administrativa.

Como también  se afirma en las Bases, el proceso oral  exige una organización diferente al  actual proceso escrito. Los sistemas  que han intentado con éxito métodos de oralidad lo hicieron a partir  de una clara división entre lo jurisdiccional, a cargo de los jueces, y la gestión, a cargo de órganos  especialmente capacitados y dotados para ello.

Como se ha dicho con acierto, una reforma que aspire a modificar la actual situación del Poder Judicial, exige primero un cambio en las personas que intervienen en el proceso, luego en la organización de los tribunales, y recién en tercer lugar, de las leyes procesales.

Hemos repetido muchas veces la necesidad de un cambio de paradigmas en los operadores del sistema: jueces y abogados. Los primeros privilegiando la solución justa del conflicto frente a las forras y los trámites,  y teniendo un despeño activo en todas las etapas del proceso; los segundos despeñándose con buena fe, lealtad y  colaboración.  La mentira debe ser sancionada debidamente;   la idea de que en el proceso civil existe el derecho de mentir es un mito  y, como tal, una afirmación imaginaria que altera la verdad.

El juez debe ser el  protagonista principal  del proceso y no los funcionarios y empleados, como en algunos casos sucede; la disminución de éstos últimos permitirá la creación de nuevos juzgados.      El juez ausente, al que los litigantes no conocen ni ven en todo el proceso y que, como dijera Leonardo Areal, tiene la atribución de decidir sobre su destino, debe ser remplazo por un juez  que dirija personalmente el juicio y a quien se le puede hablar en forma coloquial explicándole el problema que motiva a la parte a recurrir a los tribunales.  En el célebre libro “El proceso” de Kafka, el protagonista afirma que el juez que se ocupa de su caso está tan preocupado por  las leyes que se olvida de las relaciones humanas; hoy podemos decir lo mismo de muchos jueces, quienes agobiados por los expedientes y por las distintas trabas y escollos que se interponen entre él y el litigante, también parece olvidarse del conflicto humano. Aspiramos a un cambio serio y profundo de las actitudes de quien pide justicia y de quien tiene el deber de otorgarla.